Mucho ha llovido desde aquel primer día de clase en que atravesé -en un accidente sin importancia- la puerta acristalada de la cafetería de la Facultad de Medicina de la Universidad de Alcalá.
Aquellos cristales que me cayeron encima, inesperados y premonitorios, no fueron sino los primeros que, desde entonces, he ido cruzando para llegar a los lugares más recónditos de la mente y las emociones de mis pacientes. La mayoría de ellos niños, adolescentes y adultos jóvenes.
A lo largo de mi carrera como médico y psiquiatra he aprendido, entre otras cosas, que el cerebro de los más pequeños es una frágil estructura a la que hay que asomarse con la misma delicadeza que ponían los Maestros de Murano en la fabricación de sus legendarios vidrios. También, con la misma paciencia, oficio y cariño.
Son estos tres pilares -y no otros- los que sustentan y dan sentido al trabajo diario en esta clínica que ya roza el medio siglo de andadura. Un proyecto al que se han ido sumando grandes profesionales y, sobre todo, extraordinarias personas con una genuina e inquebrantable vocación de ayuda a los niños y jóvenes más vulnerables. Solo con ellos -y junto a ellos- es posible obrar el milagro de atravesar el cristal que, como psiquiatras, psicólogos, pedagogos, logopedas y especialistas en salud mental nos separa de nuestros pacientes. Por eso me siento feliz y honrado de poder presentártelos a todos.
Tuve suerte hace mucho tiempo de salir indemne de aquel accidente sin importancia del que te hablaba al comienzo de estas líneas. Hoy, con la perspectiva que dan los años, algo más canoso y sin duda más sabio, sigo pensando -por estas y otras muchas razones- que soy un tipo inmensamente afortunado.